Confieso que hacerlo por el otro lado fue una experiencia nueva. Me dolió hasta el alma, el corazón. Pero sabes que, cariño, mi suegro —un hombre con mucha experiencia— fue muy cuidadoso. Y lo peor es que después me terminó gustando al punto que quería más y más. ¿Cómo llegué hasta aquí? Relájate y quédate conmigo, porque lo que estoy a punto de contarte te dejará sin aliento, amor.
Si eres de las personas que alguna vez ha sentido esa tentación de cruzar esa línea delgada entre lo que es correcto y lo prohibido, entonces me entenderás. Sigue escuchando, porque esta historia podría ser un reflejo de quiénes somos en realidad, pero no lo sabemos.
Estábamos de vacaciones en la casa de los padres de Andrés. El ambiente en su hogar era acogedor, pero había algo en la forma en que su padre me miraba que no sabía cómo interpretar. No le di importancia al principio; después de todo, ¿qué podría significar? Él era su padre, mi suegro. Pero las cosas no tardaron en cambiar.
Una tarde, Andrés salió a un encuentro con sus amigos de la infancia. Su madre y su padre también estaban fuera, visitando a unos familiares lejanos. Yo me quedé sola en la casa, aprovechando el tiempo para relajarme. Pero poco después, escuché el sonido de un auto en el camino de entrada. Miré por la ventana y vi a su padre bajar del coche. Volví tan pronto, pensé confundida.
Al entrar, me explicó que había olvidado unas cosas importantes que necesitaba llevar y que saldría nuevamente por la mañana. "No te preocupes, no te molestaré", dijo sonriendo amablemente. Prácticamente estábamos solos esa noche. Era mi primera vez visitando a mis suegros y aún no tenía mucha confianza.
Sentí que lo mejor era quedarme en el cuarto de Andrés para evitar cualquier situación incómoda. Pero entonces escuché un leve golpe en la puerta: "Clara, ven a cenar", dijo su padre desde el otro lado. Su tono era amable, casi cálido. Dudé por un momento, pero finalmente salí, no queriendo rechazar la invitación sin parecer grosera.
Durante la cena, traté de mantenerme neutral. Pero él rompió el silencio de una manera que no esperaba: "¿Te sientes incómoda aquí?", preguntó con un tono suave pero directo. Me quedé callada por un momento. "No, bueno, tal vez un poco. Es que no estoy acostumbrada", respondí.
Él asintió sin dejar de mirarme. "Entiendo, pero quiero que sepas que puedes sentirte como en casa. Nadie aquí te va a juzgar". Su respuesta me sorprendió; parecía genuina y, por primera vez, me sentí un poco más relajada.
Seguimos hablando y poco a poco la conversación se volvió más personal. "Andrés tuvo suerte contigo, sabes", dijo de repente. "No es fácil encontrar a alguien que lo entienda como tú". Me sonreí amablemente, riendo nerviosa. "Gracias. Él también ha sido bueno conmigo".
Pero entonces él agregó algo que me dejó pensando: "Aunque a veces creo que no sabe valorarte como debería". Su comentario me dejó con más dudas. ¿Qué quiso decirme con eso?
"Puedo preguntarte algo", dije intentando sonar casual. Él me miró con curiosidad, inclinándose hacia delante. "Claro, dime".
"¿Alguna vez Andrés le ha contado algo sobre mí, algo que yo no sepa?", pregunté riendo nerviosa, como si fuera una broma, pero en el fondo quería una respuesta.
Su risa se desvaneció un poco y, después de un momento de silencio, respondió: "Podría ser. Pero si te lo cuento, tendrás que decirme algo sobre él que yo no sepa".
"Trato hecho", me quedé en silencio, pensando en su propuesta. Era extraño, pero también me intrigaba.
"Está bien, trato hecho", dije.
Él se tomó su tiempo para responder, como si estuviera decidiendo hasta dónde llegar con lo que iba a decir: "Andrés es un buen chico. Pero tiene miedo; siempre lo ha tenido, incluso cuando era niño. Nunca quería elegir nada definitivo: qué quería hacer cuando creciera o qué deporte practicar. Creo que en parte por eso se esfuerza tanto contigo; teme que si no lo hace, tú te des cuenta de que podrías estar con alguien mejor".
Sus palabras me tomaron por sorpresa. No era lo que esperaba escuchar. Pero había algo en su tono que me hizo confiar en lo que decía.
"¿Me lo estás diciendo en serio?", pregunté, sintiendo una punzada de inseguridad.
"Totalmente", respondió. "Pero eso no significa que no te ame. Solo que a veces el miedo hace que actuemos de formas que no entendemos".
Ahora era mi turno, y sentí un nudo en la garganta. No quería decir algo que pudiera ponerlo en contra de su hijo, pero tampoco quería romper el trato.
"Bueno", dije intentando elegir mis palabras con cuidado, "a veces siento que Andrés no me escucha realmente, como si estuviera conmigo pero no del todo presente".
Sus ojos se clavaron en los míos, como si estuviera analizando cada palabra que decía. "Eso suena como él", dijo finalmente, "pero no debería ser así contigo. Eres especial, mereces algo más".
Decidí cambiar de tema, pero él no lo permitió. "Tu turno", dijo su voz más baja, casi un susurro. "Di algo que nunca le hayas dicho a Andrés".
Sentí que el aire se volvía más pesado. Había muchas cosas que nunca le había dicho, pero ¿por qué debía confesarlas ahora? "No sé si tengo algo que valga la pena decir", respondí, intentando evitar la pregunta.
"Todos tenemos algo", insistió, inclinándose hacia mí. Su proximidad me hacía sentir una mezcla de nerviosismo y algo más, algo que no quería admitir.
"Está bien", dije finalmente. "A veces siento que Andrés es un niño aún". Tan pronto como lo dije, me arrepentí. No sabía por qué lo había dicho, pero sus ojos brillaron con algo que no supe identificar.
"Creo que ya te he contado suficientes verdades por hoy", dije con nerviosismo.
"Si seguimos así, me vas a sacar todos mis secretos", respondió.
"¿Y eso sería tan malo?", preguntó, bromeando para aliviar la tensión. Luego se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa: "Hagamos esto más interesante. Si no quieres decir una verdad, debes hacer algo a cambio, y para que sea justo, yo haré lo mismo".
"¿Como qué?", pregunté con curiosidad.
"Un reto", dijo, "lo que el otro decida".
"No te preocupes, no soy cruel", agregó.
Su propuesta me dejó en shock. Había jugado este juego con mis amigas cuando era niña: si no decíamos una verdad, teníamos que cumplir un castigo. Pero eran retos inocentes. No quería sonar grosera, pero era mi suegro. Así que decidí aceptar con nerviosismo.
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